¿Quién no recuerda el movimiento del 68? Para la gran mayoría representa un trágico evento donde cientos de estudiantes perecieron o desaparecieron. Pocos comprenden su causa, misma que para muchos tuvo su origen en la rebelión del Partido Comunista Checoslovaco contra la Unión Soviética, con la idea de “dibujarle un rostro humano al socialismo”.
Rosa Elvia Bracamontes / rosaelviab@hotmail.com
La verdadera influencia externa de México era la revolución cubana, donde uno grupo de jóvenes había derrocado una cruel dictadura reforzada con la imagen de hombre nuevo del Che Guevara que en el 67 fallece en combate, pasando a la historia como un mito universal: el joven guerrero que en el fondo se trataba de un hombre dogmático, poseído por un instinto homicida.
Hoy sabemos que esto se convirtió en una dictadura de un solo líder: Fidel Castro, compartida acaso y por enfermedad con su hermano menor. La juventud mexicana de esos tiempos se sumó a la resistencia que el mundo anunciaba en franco rechazo al partido que monopolizaba el poder político desde hacía cuatro décadas, con su sello autoritario.
La economía del mercado y el auge industrial tenían similitud a lo que vivía Europa y Estados Unidos; aunque en el país había confluencia del utilitarismo capitalista y el autoritarismo del socialismo, aderezado con la apariencia dada a la comunidad internacional de ser un país desarrollado y civilizado, como ardid publicitario en la organización de los Juegos Olímpicos del mismo año.
Al interior de todo esto se generaba una revolución social, hecha carne por los idealistas universitarios que se organizaron para generar un pliego petitorio consistente en seis puntos que pudieron ser atendidos, de haberse dado voluntad política. Nadie discutía en esos tiempos a la autoridad.
Hubo el apoyo de muchos maestros, incluido el rector de la UNAM, Javier Barrios Sierra, y siempre mantuvieron un puente de comunicación con los miembros del gabinete, pero nada pudo contra la paranoia presidencial que determinó más importante la opinión internacional que la de sus coterráneos y para garantizar el disfrute de las Olimpiadas, como sede universal de los jóvenes, optó por lo más fácil: matar a sus estudiantes.
Muchos aún miran con estupor cómo la sociedad mexicana de hoy condena el mito creado alrededor de la matanza de Tlatelolco, pero en aquél entonces privó absoluta indiferencia, cuando diez días después de tal carnicería aplaudía con júbilo la inauguración de los juegos Olímpicos. Muchos condenan lo hecho por el gobierno, olvidando su actitud impasible ante lo ocurrido.
La historia fue testigo del respaldo absoluto a Gustavo Díaz Ordaz por parte del Gobierno; personajes como Fidel Velázquez, instrumentando la enorme maquinaria de la Confederación de Trabajadores de México, le organizó más de un acto de respaldo y el Congreso le brindó una larga ovación de pie el 1 de septiembre del año siguiente.
Primero la matanza y luego la ignominia. En esos tiempos los mexicanos teníamos miedo y poca forma de organizarnos para hacer frente a empresas comunes. Hoy, más que miedo priva la indiferencia, tal como en el 68.
Quien olvida la historia, está condenado a repetir los errores y recibir sus perjuicios. Vale la pena recordar la criminal actuación del gobierno y la deleznable permisividad social que, al parecer, no dejamos atrás. ¿O sí?
No hay comentarios:
Publicar un comentario