Las noticias nos sorprenden a diario. A veces nos quitan el sueño cuando nos enteramos de sucesos espectaculares —un adolescente genio que obtiene su título de licenciado en psicología—, o de grandes tragedias en cualquier punto del planeta, y en ocasiones enteran situaciones que dicen que nos robaron los sueños o que perdimos el futuro.
Así me pasó cuando leí hace unas semanas que la plantación de cacao orgánico más grande en el mundo se establecerá… ¡en Quintana Roo!
Sí, el producto que Tabasco dio al mundo se sembrará a gran escala, en condiciones similares a las de nuestros ancestros prehispánicos, sin fertilizantes ni plaguicidas artificiales, en el ejido Los Divorciados, de Bacalar, en la entidad peninsular de la que pensábamos que todo era turismo, pero que ya diversifica su economía y con una inversión internacional ocupará tierra ‘ociosa’ y dará empleo a centenares de campesinos.
Y acá nos la pasamos lamentado por los mil problemas que enfrentan los productores: que por la introducción de cacao a México procedente de Malasia, Ecuador y otras partes del mundo, que dificultan colocar el cacao tabasqueño (el mejor del mundo) en los mercados nacionales; que por la caída de los precios internacionales; que por la moniliasis, la escoba de la bruja, la mancha negra y otras plagas que merman la productividad; que por las plantaciones viejas que cada vez producen menos; que porque no hay quien coseche el grano, y la superficie cultivada cada vez se reduce más.
Y si a todo esto le agregamos los problemas atribuidos a la contaminación petrolera y al cambio climático, ¿a dónde vamos a parar?
Tabasco fue un orgulloso exportador de cacao. Este grano milenario generó riqueza en la población, fue pilar de la economía estatal y ahora vemos cómo por la apertura indiscriminada a este cultivo procedente de otros países, para satisfacer necesidades de la industria chocolatera —de unas ocho trasnacionales, no de miles de morraleros—, no podemos colocar la producción local.
¿Alguien ha oído hablar de Incatabsa? Hace treinta años era una industria moderna, orgullo de los productores y de los tabasqueños. ¡Qué rico aroma se respiraba al pasar frente a la ciudad de Cárdenas, en la carretera a Coatzacoalcos! Hoy de esa planta sólo quedan ruinas. Los años, el abandono y la corrupción en la organización de productores la aniquilaron.
Aunque hoy sigue maquilando y elaborando algunos productos de la marca Alteza, da lástima pasar por sus instalaciones.
Los gobiernos se desentendieron del cacao como lo hicieron con todo el campo mexicano. A los panistas en el poder, ¡les importó un cacahuate! No es posible que quiera rescatarse este cultivo, reactivarlo como generador de empleos y riqueza, dándole a los cacaoteros machetes y palas como instrumentos de trabajo, o un paquete de fertilizante, después de mil trámites en oficinas burocráticas lejos de su parcela.
No veo a nuestras instituciones de enseñanza superior —¡vamos, ni al Colegio de Posgraduados!— generando programas de estudio e investigación para revivir el cultivo, para introducir nuevas técnicas de siembra, cosecha, procesamiento e industrialización.
Lo que sí veo —y me llena de orgullo— son esfuerzos particulares, aunque muy solitarios, para producir cacao criollo de alta calidad, como ocurre en la finca La Joya, en Cunduacán, cuya semilla es calificada dentro de las diez mejores en el mundo, o para elaborar algo más que polvos y barras rústicas, como ocurre con Chocolates Cacep que tiene toda una línea de productos estilizados.
Y veo, también, cómo algunas haciendas cacaoteras de la Chontalpa abrieron sus puertas al turismo para agenciarse ingresos extras y mostrar al mundo este producto que ha sido parte de nuestra historia, cultura y sostén de la economía tabasqueña.
Le llaman la ‘ruta del cacao’; abarca diversas haciendas en Comalcalco, Cunduacán, Jalpa de Méndez y Paraíso. Muy distinta a la ‘ruta del chocolate’, que, creo, abarca Bélgica, Holanda y Suiza, donde ni siquiera siembran el grano y, a lo mejor, sus habitantes ni conocen una mata de cacao.
El cacao no debe morir. Debe rescatarse con políticas públicas de gran visión, no sólo para preservar el cultivo, sino para que vuelva a ser generador de riqueza y motivo de orgullo de esta tierra.
Sí, el producto que Tabasco dio al mundo se sembrará a gran escala, en condiciones similares a las de nuestros ancestros prehispánicos, sin fertilizantes ni plaguicidas artificiales, en el ejido Los Divorciados, de Bacalar, en la entidad peninsular de la que pensábamos que todo era turismo, pero que ya diversifica su economía y con una inversión internacional ocupará tierra ‘ociosa’ y dará empleo a centenares de campesinos.
Y acá nos la pasamos lamentado por los mil problemas que enfrentan los productores: que por la introducción de cacao a México procedente de Malasia, Ecuador y otras partes del mundo, que dificultan colocar el cacao tabasqueño (el mejor del mundo) en los mercados nacionales; que por la caída de los precios internacionales; que por la moniliasis, la escoba de la bruja, la mancha negra y otras plagas que merman la productividad; que por las plantaciones viejas que cada vez producen menos; que porque no hay quien coseche el grano, y la superficie cultivada cada vez se reduce más.
Y si a todo esto le agregamos los problemas atribuidos a la contaminación petrolera y al cambio climático, ¿a dónde vamos a parar?
Tabasco fue un orgulloso exportador de cacao. Este grano milenario generó riqueza en la población, fue pilar de la economía estatal y ahora vemos cómo por la apertura indiscriminada a este cultivo procedente de otros países, para satisfacer necesidades de la industria chocolatera —de unas ocho trasnacionales, no de miles de morraleros—, no podemos colocar la producción local.
¿Alguien ha oído hablar de Incatabsa? Hace treinta años era una industria moderna, orgullo de los productores y de los tabasqueños. ¡Qué rico aroma se respiraba al pasar frente a la ciudad de Cárdenas, en la carretera a Coatzacoalcos! Hoy de esa planta sólo quedan ruinas. Los años, el abandono y la corrupción en la organización de productores la aniquilaron.
Aunque hoy sigue maquilando y elaborando algunos productos de la marca Alteza, da lástima pasar por sus instalaciones.
Los gobiernos se desentendieron del cacao como lo hicieron con todo el campo mexicano. A los panistas en el poder, ¡les importó un cacahuate! No es posible que quiera rescatarse este cultivo, reactivarlo como generador de empleos y riqueza, dándole a los cacaoteros machetes y palas como instrumentos de trabajo, o un paquete de fertilizante, después de mil trámites en oficinas burocráticas lejos de su parcela.
No veo a nuestras instituciones de enseñanza superior —¡vamos, ni al Colegio de Posgraduados!— generando programas de estudio e investigación para revivir el cultivo, para introducir nuevas técnicas de siembra, cosecha, procesamiento e industrialización.
Lo que sí veo —y me llena de orgullo— son esfuerzos particulares, aunque muy solitarios, para producir cacao criollo de alta calidad, como ocurre en la finca La Joya, en Cunduacán, cuya semilla es calificada dentro de las diez mejores en el mundo, o para elaborar algo más que polvos y barras rústicas, como ocurre con Chocolates Cacep que tiene toda una línea de productos estilizados.
Y veo, también, cómo algunas haciendas cacaoteras de la Chontalpa abrieron sus puertas al turismo para agenciarse ingresos extras y mostrar al mundo este producto que ha sido parte de nuestra historia, cultura y sostén de la economía tabasqueña.
Le llaman la ‘ruta del cacao’; abarca diversas haciendas en Comalcalco, Cunduacán, Jalpa de Méndez y Paraíso. Muy distinta a la ‘ruta del chocolate’, que, creo, abarca Bélgica, Holanda y Suiza, donde ni siquiera siembran el grano y, a lo mejor, sus habitantes ni conocen una mata de cacao.
El cacao no debe morir. Debe rescatarse con políticas públicas de gran visión, no sólo para preservar el cultivo, sino para que vuelva a ser generador de riqueza y motivo de orgullo de esta tierra.
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