lunes, 30 de abril de 2012

Congreso: lujosa carga sin oficio ni beneficio


Muchos cuestionan: ¿Por qué no se respetan a los representantes de la nación? En los primeros años del México independiente los requisitos necesarios para aspirar a un cargo de elección popular se fincaba en las prendas morales del ciudadano. 

Rosa Elvia Bracamontes / rosaelviab@hotmail.com



La Carta Magna de Apatzingán (1814) requería en su artículo 52, para ser diputado: “Buena reputación, patriotismo acreditado con servicios positivos y tener luces no vulgares para desempeñar las augustas funciones de este empleo” y otros de tales artículos ponía límites a los excesos de poder, al considerar delito de Estado la dilapidación de los caudales públicos. Esto no figura en nuestra Constitución actual.
Diversos escritores, Enrique Krauze entre ellos, coinciden que en el período de la República Restaurada los diputados tuvieron un verdadero compromiso con la nación y participaron de una sana independencia de poderes y no se aspiraba a ocupar una curul para mejorar su posición económica.
Sus palabras se sustentaban en una formación intelectual, profesional y en sus conocimientos de los asuntos políticos, económicos e históricos, pero sobre todo prevalecía la capacidad de autocrítica.
La época de Porfirio Díaz sepultó la práctica del servicio público eficiente, honesto e independiente en todos sus niveles. 34 años de dictadura socavaron toda ética en los servidores públicos, al procurar el servilismo y la lealtad incondicional de la burocracia hacia el sistema.
En 1929, con la creación del partido oficial, se construyó un sistema político que garantizó la transmisión pacífica del poder y su permanencia indefinida, donde la figura presidencial era el eje rector de la vida política y la disciplina hacia su figura era irrestricta.
El servicio público se convirtió en sinónimo de garantía patrimonial segura, imperando la impunidad, la corrupción, el servilismo como regla general, que logró frases como: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” y “En el año de Hidalgo, que chingue a su madre el que deje algo”.
En 1997 el gobierno reformó la ley para otorgar plena autonomía al Instituto Federal Electoral que dejó de ser juez y parte en las elecciones y la oposición obtuvo la mayoría en el Congreso; hecho insólito que inauguró una nueva época donde los legisladores podían comportarse como poder independiente  y no estar sujetos a la voluntad presidencial.
Sin embargo, contrario a toda apuesta por el bienestar nacional, el Congreso no supo ejercer dicha libertad, ya que la oposición, no obstante su actitud crítica a los excesos del poder, autoritarismo, corrupción e impunidad, adoptó las mismas prácticas que criticó.
Y con la alternancia del año 2000 la situación empeoró ante la evidente incapacidad del gobierno de transición para encauzar al país, por falta de acuerdos y sensibilidad política para construir y por la mezquindad de los partidos políticos que le han apostado al fracaso del gobierno para intentar la recuperación del poder.
Las legislaturas de la actual era democrática (1997-2012) tendrán que responder ante la historia por su irresponsabilidad. Persisten en soslayar la encomienda de consolidar la transición democrática que aliente la construcción de un nuevo modelo nacional para años venideros y es justo sobre lo cual que cabe la reflexión. ¿Por qué seguir pagando tanto por tan pésimo espectáculo?  

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