martes, 27 de septiembre de 2011

Constitución política, en espera


Por más de doscientos años México ha ostentado una excelsa capacidad para redactar la mejor definición de Ley, siempre a la vanguardia en la forma de organizar al país, con un propósito expreso: el beneficio del pueblo.

En los Sentimientos de la Nación, que dio origen a la Constitución de Apatzingán de 1814, Morelos y Pavón, precisó: “como la buena ley es superior a los hombres, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia y de tal suerte se aumente el jornal del pobre y que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto”.
Lejos está nuestra historia jurídica de cumplir con esto; todas las leyes creadas hasta la presente han sido promulgadas a medias, con vaguedades y conforme a la visión de los grupos de poder que padecen de miopía selectiva y responden a intereses partidistas, con el fin de remediar urgencias, no para solucionar problemas.
Las clases rectoras comprenden las ideas, pero su significado es ignorado en forma deliberada o, en su defecto, transforman su real sentido, como bandera política. Por ello es constante escuchar al titular del poder Ejecutivo y los integrantes parlamentarios hablar de la ley e incluso defenderla con ahínco en lo público, pero lo cierto es que la realidad nos muestra, son incapaces de respetarla.
La observancia de la ley en México parte de la discrecionalidad. De ahí que en muchos pasajes históricos haya servido para ejecutar venganzas personales, cumplir con caprichos de poder, suprimir enemigos o bajo el supuesto de mantener el control del orden, avasallar cualquier clase de derecho.
Así tenemos, por citar algunos ejemplos, que Benito Juárez ordenó que Antonio López de Santa Ana, en 1867, fuese juzgado en forma retroactiva, por la ley de 1862 que llevó al patíbulo a Maximiliano, Miramón y Mejía; pero los jueces cumplieron sorpresivamente su función y le decretaron ocho años de destierro, y fueron sancionados con seis meses en San Juan de Ulúa.
El delito de disolución social, que sancionaba a todo aquél (mexicano o extrajero) que realizara propaganda política, en defensa de ideas, programas o normas de acción, de cualquier gobierno extranjero, que perturbara el orden público o pusieran en riesgo la soberanía de la nación, fue utilizado para aniquilar a los movimientos opositores. Por ello fue incluida en el pliego petitorio del movimiento del 68 para su derogación, con los resultados funestos que ya conocemos.
La transición democrática, pese a la alternancia del poder, no ha eliminado estos vicios. La sociedad mexicana no logra desarrollarse en un verdadero Estado de Derecho. Decía Madero: “Para engrandecer a la Patria, deben tenerse por base la ley y la paz”. Tal vez algún día, lo podamos vivir y disfrutar.

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