miércoles, 13 de julio de 2011

Chiapitas, en busca del “sueño tabasqueño”

Con su pequeña canasta llena de dulces y cigarros, Lázaro, un sonriente niño chiapaneco de la etnia tzotzil, de apenas diez años, ya engrosa las filas de los miles de chiapanecos que son expulsados por la pobreza en la que los nativos sobreviven en ese sureño estado del país.
En Villahermosa los migrantes chiapanecos llenan los parques, calles, bares y cantinas ofreciendo las golosinas para obtener no más de cien pesos al día con los que comen, visten y pagan renta.
Son ya 28 años de éxodo chiapaneco a tierras tabasqueñas, desde el Gobierno de Enrique González Pedrero en 1983, cuando se emplearon en la construcción, y cuando casi a diario morían atropellados al cruzar las calles.
Sin un futuro prometedor, Lázaro debería estar en un salón de clases cursando el cuarto grado de primaria, en la escuela “Josefa Ortiz de Domínguez” de su natal San Juan Chamula, misma que abandonó junto con su familia para viajar a Tabasco y juntos integrase al ejército que componen la economía informal.
De huaraches, gorra, camisa de cuadros y su pequeña caja de golosinas al frente, Lázaro deambula solo por distintas direcciones sin alejarse de su padre Sebastián. Lo más demandado son los cigarros, ‘fikola’, en su lengua tzotzil. Poco habla el español, pero sabe leer y escribir en su idioma.
Cerca se encuentra José, también de San Juan Chamula, bolero de oficio. Asegura no haber ido a la escuela porque en su comunidad no había centro educativo, por lo que tuvo que emigrar a Tabasco ante la falta de empleo y por lo barato que se paga el jornal en su municipio.
A las mujeres les va mejor porque en gran parte se emplean en casas de familias de tabasqueños con solvencia económica, cuidan enfermos, ancianos niños, lavan, planchan o se dedican a la cocina. También son miles las muchachas que han llegado a Tabasco en busca de trabajo. Los propietarios de bares y cantinas emplean esa mano de obra barata que raya en la explotación.
En días sábado y domingo, los chiapanecos en su mayoría jóvenes abarrotan principalmente el parque Juárez, son sus días de descanso y por eso toman la plaza para caminar en ambos sentidos.
En el otro extremo del centro histórico, María se ha apostado en lugar estratégico. Desde temprano coloca su canasta de dulces y cigarros mientras cuida a Sergio y a Jorge de tres y dos años de edad, respectivamente.
Vestida siempre con su blusa bordada y su falda negra, indumentaria de la etnia Tzotzil de San Cristóbal de las Casas.
El pequeño Jorge llora sin control; tiene hambre, adivina María, quien antes lo amamantó. No le queda otra más que comprar un tamal que devoran los tres frente a la transnacional McDonald, y dando la espalda al Museo de Historia que da cuenta de más de seis siglos de vida de Villahermosa.
Si no hay futuro para Lázaro, es casi seguro que no lo habrá para Sergio y Jorge, cuya vida la pasan en la calle como candidatos a la mendicidad.

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